24 de diciembre de 2021.
Está despierta, pero sin apenas fuerzas para llevar la contraria a esos párpados que insisten en estar cerrados. Puede casi recordar cada una de las Navidades que ha preparado para los suyos. Es capaz de decir sin temor a equivocarse quien falló tal año. O quien tuvo que irse con la familia política tal otro. Los que la conocen saben que nunca afeó o reprochó, aunque siempre echó en falta a los ausentes.
Más que sentada, está dejada caer en su sillón orejero, que sin duda conoció tiempos mejores. Arrinconado, casi arrumbado, en una de las esquinas de la estancia. Una luz amarilla y vieja, procedente del aplique de pared, lucha sin éxito por brillar más que los reflejos de las nuevas farolas que entran a través de la persiana de madera gastada y la cortina blanco azafrán. En el centro de la estancia, una mesa camilla con tapete de ganchillo incluido, rodeada por cuatro sillas de rejilla. Y tras ella un mueble aparador sobre el que se mezclan fotos sepia, blanco y negro y a color de bebés, niños de Primera Comunión, parejas de recién casados y jóvenes orgullosos con su beca universitaria. En la pared, un oleo agrietado de la “Coronació” y un retrato del “seu home”. El que la dejó hace ya tanto, y por el que guardó luto toda su vida, salvando las bodas y bautizos de nietos y bisnietos, “perque eixos dies no son per a enrecordarse de coses tristes”.
La yaya, ha vivido mucho. A menudo se pregunta si demasiado, si merece la pena. Hoy, la noche víspera de la Navidad, el día que cumple cien años, recostada en su confesor silencioso, evoca la primera Nochebuena de la que tiene conciencia, cuando su madre le regaló la muñeca que hizo de harapos y rellenó con lana robada a uno de los colchones. Recuerda que la estrujó contra su pecho frágil, y que nunca más volvió a sentir tanto cariño por algo material como por ese trozo de tela zurcida con hilos de ternura.
El alboroto lejano de unos niños la hacen volver a la realidad de su sillón, y a recordar aquellas Navidades, convulsas, en las que el conflicto entre vecinos opacaba cualquier festejo. En esos tiempos, las risas sonaban débiles y era el hambre la que más ruido hacía. Aquella niña se veía reconfortada por ver a su familia unida, entorno al fuego del hogar que brillaba más que los destellos de las armas, y entonando villancicos para apagar el chasquido de los disparos. Incluso allí, en medio de una impuesta cruzada entre hermanos, las familias no abdicaban y se juntaban para celebrar a pesar del miedo y la inquietud.
Orgullosa, con las ganancias de su marido, y sus dotes para economizar y gobernar la recién formada familia, y por supuesto con la promesa de pagar las letras restantes, compró su primera y única vivienda. Y en ella instauró la tradición de reunir entorno a sus viandas a la mayor cantidad de familia posible. Donde incluía, porque como tal los trataba, a los más cercanos amigos que sabía que no se podían permitir fastos, así fuera Navidad o las fiestas de la Asunción. Nunca buscó que nadie le agradeciera nada, pues siempre consideró la mayor muestra de egoísmo el sentirse acompañada por los más queridos a cambio de un plato de comida. Alrededor de la mesa y dentro de esa casa forjó una tradición que intentaría mantener mientras pudiera. Y como broche, mandó hacer un sillón para regalarle a su esposo, amante y compañero, y tapizarlo de afecto para que pudiera descansar tras cada jornada a la vuelta de su quehacer. Si bien es justo decir le sirvió más a ella como sosiego del alma, que a él para reposo del cuerpo.
También recuerda, como caricia directa al corazón, cuando su propia madre hizo salir a todos los varones de la estancia tal noche como la de hoy, y como si se tratara de un viejo ritual, le acomodaba un cojín entre la espalda y su sillón, y cogía de la cuna a su primer bebé, de apenas unas semanas, para que ella le diera de mamar frente a todas las mujeres de la familia. Aún siente el rubor en las mejillas al recordarse mostrando el pecho colmado delante de hermanas, tías y primas. Con el tiempo, y los siguientes nacimientos, esa misma imagen se repetiría, si bien se evaporó el sofoco con el paso de los años.
Haciendo de tripas corazón, tragándose las lágrimas, y no dejando que un solo suspiro saliera de su garganta cerrada, pasó la primera Nochebuena sin su marido. Se resistió a dejar el luto, mas también reivindicó su determinación a que la mesa se llenara también ese año. Con la intención clara de que sus hijos, y ella misma notaran menos el dolor, que no la ausencia. Una vez los pequeños se acostaron y los convidados marcharon, se sentó en su sillón, lloró como nunca antes lo había hecho, y tras recriminar durante no poco tiempo al difunto su temprana partida, le contó en la oscuridad de la habitación cómo le iba, lo que habían cenado y las chanzas que se habían dicho en la cena, de las que por supuesto ella no se había reído por respeto a él. Le dijo cúanto le echaba en falta y sus proyectos para salir adelante. Le contó que su equipo perdía igual de bien que siempre, y cómo estaba cambiando la calle con el nuevo adoquinado, que era lo que él había estado reclamando durante tanto tiempo para que el pueblo empezara a renovarse como convenía. El sillón la contempló dormirse aquella noche, y el día de Navidad le despertó con las primeras luces y las últimas lágrimas.
Lejos quedaban ya los días en los que era ella la que hacía acopio de viandas y manjares para reunir en torno a la mesa a todo el clan, y donde con el buche saturado, hijos, nietos y bisnietos hacían fila para recibir las estrenas. Los más pequeños iban orgullosos a sus padres para enseñarles el botín. Los quinceañeros las cogían desganados porque ya eran mayores. Y los mayores hacían ver que no las habían cobrado para volver a coger otro billete. Días en los que hermanos y primos se volvían a ver “a ca la yaya”. Donde las risas de los grandes se confundían con los juegos de los pequeños. Donde los enfados duraban menos que los polvorones, y los adultos intentaban sonsacar confidencias a los más jóvenes. Donde siempre aparecía un anuncio de inminente boda, o reciente embarazo, o meta conseguida, pero siempre motivo de brindis, risas, enhorabuenas y gritos de júbilo. Donde se dejaban las penas en la puerta y se daban las gracias por todo lo bueno.
Por uno de tantos temas que no llegaba a comprender, y de los que ya no se preocupaba por asimilar, se vio confinada en casa por más de cien días. Una soledad en la que encontró a la menor de sus nietas, que eligió el destierro con la yaya para poder avanzar en ese examen tan importante de Medicina -Tant de estudiar, a esta xiqueta li va a donar algo-. Se hicieron compañía mutuamente, se contaron secretos y sobre todo pudo conocer mejor a esa nieta, que le quitaba importancia al hecho de haberse encerrado con la abuela, a pesar de la cantidad de obligaciones que eso le suponía. Decidieron por la yaya, porque nadie le preguntó, que a pesar del fin del confinamiento, era mejor que no saliera a la calle. Que siguiera sin recibir visitas. Que no abrazara. Que no besara. Aunque lo que no le pudieron impedir, es que echara de menos. Todas esas caricias no entregadas, se las llevó, fugaces, la nena, cada vez que la ayudaba a acostarse o levantarse. Día a día, veía desde su sillón como la calle se volvía a llenar de gente, eso sí, con mascarillas para el frío que proporcionaba la ausencia de contacto. Y sin darse cuenta, y con la única compañía de su nieta cuidadora, y las frías caras de cristal que se iban sucediendo a través de una pequeña pantalla, llegó la Navidad. Y en la mesita cenaron las dos. Y para reposar y esperar la modorra en esa insólita Nochebuena, se echó en su sillón y frente a ella se sentó la improvisada centinela, y se contaron más secretos y sueños. Y lloraron. Y lloraron. Y lloraron también de felicidad porque sin estar, todos seguían estando. Y se dieron todos los besos, mimos y cariños perdidos de esa Navidad. Los que ellas se debían, y los de los demás.
Y hoy, se recuesta en ese mismo sillón que antaño llenaba, aunque hoy su longeva figura no ocupe más de la mitad, en el día en el que un siglo la ha visto pasar. Ausente y recogida. Cansada. Hoy ya no cocina para los suyos a pesar de ser el día de Navidad. Ya no es confidente ni tiene secretos que esconder. Ya no coge a los pequeños en brazos ni les desliza monedas en los bolsillos a escondidas de sus padres. Hoy con más años de los que hubiera ansiado, ya nadie le pide consejo, ha advertido que a nadie le puede interesar su achacosa opinión. Hoy, tiene los párpados cerrados, y en la esquina de la habitación donde más feliz y triste ha sido, ve la vida más oscura y la muerte más clara. Hoy en su sillón, siente la mano de esa bebé, que dando los primeros pasos de vida, se acerca a ella, y con tremendo cuidado, como si fuera consciente de su fragilidad, toca la enjuta y casi translúcida piel de la mano de la yaya. Con sus deditos graciosos va siguiendo el camino de las venas azules, buscando casi más una posible reacción de la silueta, que su propio roce. Y la mira. Mira su rostro ajado de supervivencia sin ser capaz de entender la fuerza, la vitalidad y la energía que ha poseído. La sensación del suave tacto de los deditos del bebé sobre su mano, hace que abra los ojos, y sin la mínima intención de moverla para que esa caricia dure para siempre, va levantando la vista poco a poco. Detrás de la niña está su mamá. Y a su lado el papá, su nieto. Y detrás…
Detrás, están todos. Todos los demás. Donde siempre han estado los que la quieren. Siempre. Niños, mayores y más mayores. Nunca, ni una sola de las Navidades la yaya se quedó sola. Ni cuando faltó su marido y ella se hizo la dura para juntarlos a todos, cuando por supuesto ellos ya tenían presente que la iban a acompañar. Ni cuando se quejaba por tener que cocinar para tanta gente y prometía en voz alta que ese año sería el último. Ni cuando llegó la pandemia y los hijos decidieron que por su supervivencia, lo mejor sería que la yaya se aislara lo máximo posible, y fué la más pequeña de las nietas la que decidió encerrarse con ella para asistirla, por supuesto con el consenso la aprobación y el orgullo del resto de la familia.
Todos y cada uno de ellos esperaban ansiosos la llegada de las fechas navideñas para volver a estar en casa. En la casa que siempre fue de todos. En la casa de la yaya. Y hoy, alrededor de su sillón, en un inmenso e intenso abrazo común, todos los ojos se dirigen hacia la gran labor que ha hecho entorno a su familia. Esas miradas ven toda una vida dedicada a los demás. A los suyos, a los que pasaron y ya no están. A los que llegaron después. A la hermosa amalgama de seres dispares unidos por un lugar, por una persona. A esa multitud de ojos llenos de cariño que en Nochebuena miran al sillón donde descansa, un siglo después, la yaya.